Cada una de las instancias, o estaciones, del nocturnal, frondoso vergel que Silvia Rubinson urde con verdadera pasión morfológica y un perfecto equilibrio entre lo expresivo y lo mesurado, transcurre en el territorio sin límites ni medidas de la metáfora, de la alusión, de la poesía desencadenada por las evoluciones y avatares de una línea que se borda y se desborda.
La asombrosa fertilidad de los grafismos que crepitan en la penumbra acogedora del soporte con la prodigalidad de una cabellera de luciérnagas cromática, busca imponerse con espontaneidad, como si se tratara de un acontecimiento tan impersonal como las nubes o los bosques, o al menos no proveniente de ninguna encendida, o atemperada, decisión constructiva.
A la vez, cierta programática elegancia, cierta deliberada lasitud morosa y sensualista de las pilosas algas que en iridiscentes ondulaciones flotan en el tentador abismo de cielo invertido que ofrecen estos embriagadores estanques, delata que hay una mirada perspicaz y una voluntad muy armónica detrás del majestuoso camuflaje.
En la orgánica intimidad de estas raras especies de botánica anfibia, de la cual se desprenden como pseudópodos híbridos las manifestaciones acuáticas o terráqueas de una maleza cósmica, acecha una conciencia emocional y un espíritu interrogativo, experiencial.
Silvia Rubinson ha construido un sistemático oficio de polirritmias en acción y soterrado rigor estructural, de detallismo vertiginoso y proliferación barroca, con electrizada inventiva de paisajista embaucadora y el control motriz de una acróbata del gesto y el trazo.